sábado, 26 de septiembre de 2015

Pequeños marinos

Armando fue mi mejor amigo de la infancia, el amigo más fiel que he tenido. Mi amigo no era nada complicado, era alto y sumamente activo; parecía un rayo que quería comerse el mundo mientras durara la luz del día y doña Julia, su mamá, permanecía persiguiéndolo por todos lados, aunque casi siempre lo dejaba escapar porque le resultaba imposible seguirle el ritmo. Parecía un rayo siempre, excepto cuando estaba conmigo. A mi lado Armando era más lento, parecía que quería llevarme el paso porque yo, en contraste con todo lo que él era, era torpe y distraída.
Solía sonreírme para todo, creo que más bien eso era por su tendencia a no negar nunca su inteligencia; bien sabía él que si sonreía para todo yo siempre abandonaba las discusiones, los berrinches y los llantos, porque, a pesar de su naturaleza escurridiza y aventurera, nunca dejó de ser amable y con una peculiar capacidad de sentir fuertemente en su interior una empatía que lo llevaba a hacerse amigo de cualquiera. Era tan atento como ningún adulto que yo haya conocido jamás. 
Todas las tardes llegaba por mí para ir a jugar, solía decir que eran nuestras citas y yo no lo negaba porque nunca comprendí bien el concepto de "amar" cuando me explicaba "una cita es para ir a divertirte con quien amas". 

Un día apenas me vió, le brotó una sonrisa que con la forma de una media luna, le cruzaba la cara de oreja a oreja. Dio un brinco desde las gradas en donde se encontraba y me preguntó "¿ya has hecho barquitos?". Yo me detuve y comencé a pensar "¿habré hecho barquitos?". Sin embargo, como era de esperarse, Armando no soportó por mucho tiempo -mucho menos considerando que tenía algo tan importante por enseñarme- y en medio de mi sorpresa, me tomó del brazo, me jaló y comenzamos a correr hacia la fuente que se encontraba adornando el parque central del pueblo justo en la mitad, se encaramó por las rejas que la rodeaban y luego me hizo hacer lo mismo, sacando al mismo tiempo de las bolsas de su pantalón dos arrugados papeles como quien sacaba un tesoro; pareció el niño más feliz al compartirlo conmigo, y comenzó a explicarme cómo hacer los famosos barcos de papel, aunque el mío, tengo que aceptarlo, quedó como todo un fenómeno, pero él dijo que era el más lindo barco de papel arrugado que había visto y con eso quedé satisfecha. 

Tan pronto como pusimos en el agua de la fuente las venturosas naves, vimos como se aproximaban a toda prisa un par de señores y comenzaron a regañarnos y a querer sacarnos de allí, no sin antes, hacernos sacar los barquitos por la fuerza, y en medio de nuestra torpeza y susto, caímos de cara en la fuente gritando al principio pero riéndo al cabo de unos segundos y a más no poder. 

Aquella era la primera vez que construía algo que podía flotar en mi vida...
...Éramos niños pero sabíamos navegar.

1 comentario:

Tito Velásquez dijo...

Qué bonita historia. Qué bien narrada y construida. Dejás enganchado al lector y abrís muchas más preguntas que certezas, como ocurre con los buenos escritores. Uno termina de leerlo y desea saber, muchas cosas, como qué fue de armando, qué fue del sentimientocque tan sutil y magistralmente bosqujás... Precioso, mi Lucía del alma.