viernes, 4 de marzo de 2016

Tengo 25 y no tengo nada.

Más bien, a esta edad, a la edad en que un día de niños creímos que estaríamos casados, formando un hogar... no.
No seríamos esas personas desconocidas que imaginábamos, nos quedaríamos siendo esos niños pero con más pensamientos, más caídas, en ocasiones con menos espontaneidad, y ahora con más crudeza vista, pero con más fuerza y experiencia para volverse a levantar.

A esta edad sólo rompemos esquemas, se nos caen los murales de todo aquello que habíamos construido; casi cada cosa que sucede nos sorprende y nos cambia las reglas. Nos damos cuenta de que estamos parados en arena movediza y siempre cambia; a veces es cálida pero otras fría, a veces nos absorbe y otras nos levanta alto, muy alto.

Está claro: el cambio es bueno, la lluvia es cálida, la soledad nos abraza. Teníamos todo muy bien calculado pero, algo pequeño sucede y notamos que nunca se termina de entender a la vida; y caemos en cuenta que de nadie estamos seguros, ni siquiera de nosotros, porque también cambiamos.

No porque alguien diga que lo que hacemos no tiene sentido será así; la verdad universal no existe. Nadie ve con nuestros ojos y ningún otro corazón se ha oprimido igual que el nuestro. Podemos verlo: esa que nos parecía inalcanzable depende de nosotros, de nuestras manos y nuestra valentía; así hablemos de amor, familia o sociedad, que más bien son lo mismo.

No hay comentarios: